jueves, 7 de febrero de 2008

COMO EN SUPER 8

Como otras noches Magalí sale de su casa y el aire de la ciudad la llena de una euforia por momentos insultante. Inspira. El viento del Este le marea el pelo y Magalí se expande debajo de su sobretodo. Exhala. Al farol del palier su piel de aceituna tiene un resplandor particular. El olor a mar lo acentúa. Mira a un lado y a otro, prende el cigarrillo y camina. Camina por un sin fin de calles siempre distintas y con distintos o ningún destino, como si el deambular por veredas de barrio desiertas - o por veredas desiertas de barrio - en la madrugada de Buenos Aires le indicara el rumbo de algo más que de sus pasos.
La telaraña del alumbrado público la envuelve y dobla. Y decide esperar el colectivo y se sienta en el zaguán de mármol y parece ir disolviéndose sobre el escalón. Y los ojos atentos. Y otro cigarrillo y el aburrimiento. Y se para y se recuesta en el cartel de la parada. Insondable. La espera se alarga pero a Magalí no le importa. Prefiere el invierno -detesta las horas quietas, saturadas de humedad de ciudad de puerto-. Y los pasos que vienen y van. Y alguna risa. Y media conversación de noche que se enajena.
De alguna manera siempre vuelve a la Av. Corrientes -desde Dorrego hasta Plaza de Mayo-. Los cafés, los teatros y la historia. Y Magali imagina los tranvías y los gritos de barrio bajo y el golpeteo de los cascos contra la tierra barrosa del arroyo, que se sabe bajo el asfalto. Cuadras y cuadras de baldosas iguales se arrastran bajo sus zapatos mientras los cuadros se proyectan como en súper-ocho. Y se ríe de nuevo entre los autos que pasan. Y se apoya en la pared y mira y de su ostracismo la saca la mano que se extiende con respeto y le pide un cigarrillo. Y la distancia que existe entre ellos se rompe sin quebrarse. Y entonces la mano le agradece y le cuenta algo, solamente porque Magali está allí, de pie y sin ningún apuro aparente. Y siempre de fondo la fila de carros llenos de cartón esperando la llegada del último tren. Y las patrullas policiales dan vueltas a la manzana y la gente se cruza de una vereda a otra. Pero no ella. Ella se inmoviliza en una nueva parada y los escucha desde su transparencia. Y es que Magali anda de muchas maneras, pero tiene la capacidad de volverse invisible al resto de los pobladores de la noche porteña. Y finalmente el ruido de los tacos que se encajona y resuena entre los edificios la va alejando, hasta adentrarse en un nuevo destino. Y el viento sopla desde la izquierda y hacia allí la empujan sus pasos felinos, por la senda peatonal, como una sombra aullándole al semáforo mientras mechones de pelo negro le asaltan la cara. La ciudad empieza a tapizarse de gente. Y Magali bosteza desayunando esquinas. Como la marea.

lunes, 4 de febrero de 2008

MARTIN

El parque está atestado de gente común que compra chucherías para volver a casa con los bolsos plagados de cosas inservibles, que por supuesto después regala.
Los vendedores ambulantes se agrupan a charlar mientras todos miramos.
Una tarde de mierda. Nublada, aburrida y sin ganas de mejorar.
Martín se tambalea con los ojos sangrando. ¿Qué haces vieja? ¿Sabés alemán? Yo sé alemán. Y los ojos sangrando sin presente. Y las manos agarrotadas en los recuerdos, trayéndolos constante y penosamente.¿Conocés Merlo? ¿La fabrica de gomas? ¿Cómo era? Fate, sí. ¿Conocés Merlo? Mi viejo vive en Merlo. A mi Buenos Aires no me gusta. Me gusta Mar del Plata. ¿Vos fuiste a Mar del Plata? Y se seca la sangre de los ojos.
Yo pienso. ¡Que joda! Cincuenta y nueve años y terminar así, tirado en una plaza en el culo del mundo.
Me gusta Mar del Plata. La calle del casino. Ahí se puede jugar y encontrar una mina. ¿Conocés Mar del Plata? ¿Y Merlo? Buenos Aires es muy grande. Sé hablar alemán ¿Y vos? Que linda que sos vos. Mi hermana es linda. Era modelo mi hermana. Porque tengo una hermana, te conté ¿no?. Yo nací en el Chaco. Dos hijos tengo. Están en el Chaco. ¿Conocés Fate? Que mina piola esta petisa. Nada, estoy jubilado hace doce años. ¿Y te gusta el parque? ¿Cuándo te vas? Yo ahora me voy para allá a tomar unos vinos. Yo estuve en Paraguay también. Por la empresa, que era alemana. Sé hablar alemán. ¿Vos sabés hablar alemán?.
Y se queda cayado y la sangre no corta. En las manos callosas de uñas mal cortadas hay rastros de trabajo y algún dejo de artrosis.
Mirá que vida jodida. Cuidando los coches de los turistas por una moneda para emborracharse, para después caerse y cortarse una ceja y limpiarse la sangre que no para con la camisa sucia y a cuadrille.
¿Tenés un cigarrillo? En Buenos Aires la gente anda loca. A mi no me gusta. ¿Cómo te llamás? Mi viejo es alemán. Ochenta y cuatro años tiene. Se vino por la guerra. Vive en Merlo. ¿Vos sabés de Hittler? En la segunda guerra. ¡Que viejo ese! ¿Y en África? Sí, Rommel. ¡Ah, vos sabés de Hittler! Mirá vos la petisa. Me gusta la calle de los casinos porque ahí hay minas que lo quieren a uno. ¿Y vos sabés de los viejos que iban con Jesús? Porque la primera iglesia estaba en Damasco. ¿Sabés dónde queda Damasco? Y que me contás de Fidel. Se está muriendo ¿no? ¿Y que hacés por acá? ¿Conocés Merlo? Escuchá, escuchá.
Pero es hora de irse y Martín sigue secándose la sangre que le embarra la cara. No lo tomés a mal. Acá tenés dos pesos, comprate una cerveza y tomala a mi nombre. Yo tengo que rajarme que me están esperando.
Un recuerdo de Salta. Capaz que vuelva al parque.
Y que tarde de mierda. De nuevo esta llovizna.
Y que vida de mierda. Cuarenta y cinco años de trabajo de burro y perder la familia, los ojos, la memoria en el fondo vacío de ese vino barato.

LA HERA DEL SWING

Solamente quedan prendidas las luces de neón que bordean la barra.
La montaña de copas con rouge y los ceniceros que vomitan colillas son el indicador más claro: la noche fue buena. Se acabó la euforia del salón, de a poco el swing rellena el ambiente y la media luz se pintarrajea de notas sincopadas a las que me abandono. Afuera llueve. Poco, pero parejo. Las aureolas crecen en los faroles.
Cuando la puerta se cierra siempre somos pocos los que quedamos adentro.
Una rubia se ríe aparatosamente mientras sale colgada del brazo de un galán del que ni siquiera sabe el nombre.
—¡El whisky es excelente!
... Y la cocaína también.
Los flashes de las caras ajenas se mezclan con el pensamiento propio y proyectan una melange de absoluta coherencia interna. Últimamente mis noches son largas e ilimitadas, en sentidos que jamás voy a poder explicar. Son noches en expansión continua, casi desenfrenadas de emociones.Aquí estamos todos. Renegando de manera adolescente y desinteresada de la realidad sin ser más que un grupo de inadaptados crónicos que cambiaron revolucionar al mundo por las drogas medidas y justificadas. Cada cual ahogado en su propia frustración y en su propio vicio. Desde donde yo lo veo, la cosa es más o menos así: con el devenir del tiempo uno va cambiando de metas. Primero piensa en ser lo que quiere, después empieza a ser lo que puede y finalmente termina siendo lo que le dejan ser.
Alguien grita mi nombre y me uno a la reunión. Siempre hay quien insiste en pagar un vaso más y otro y la noche se alarga. Hablo durante horas con personas que van y vienen sin saber quienes son. Se acercan a pedir consejos sobre el amor y la barra los arrulla... i feel blue, I feel sad... Todos me conocen, o más bien, creen conocerme. Aunque las mujeres no somos todas iguales. Hay subgrupos como en todas las especies.
Personalmente me definí por no pertenecer. No pertenecí, pertenezco ni perteneceré a ninguno de esos montones repetidos y fútiles. Ostento el nombre que llevó, desde mi tatarabuela, cada una de las mujeres de mi familia. Un nombre trágico y fuerte. Un nombre que tiene un imaginario propio. Y que en mi familia tiene además la rara capacidad de interpolarnos a todas en una. Y es así como además del nombre arrastro en mis ojeras los desvelos de muchas y de ninguna.
Las escobillas de la batería me rascan la espalda mientras pienso en la sed de cada noche y en mi próxima victima. Allá en la esquina descubro la mirada que rehuye y el instinto de caza se revela y se aguza. Entre otras cosas todas nosotras tuvimos la imposibilidad de ser mujeres de un solo hombre. Y el paso de las generaciones fue dejando ciertos trucos debajo de la manga. Vuelvo a mirar, fija, penetrante, invitadoramente.
—Malena... Me servís una cerveza, por favor...
—¡Que raro vos acá después del cierre...! ¿qué pasó? ¿tu mujer?
—Donde pones el ojo... Mi mujer...
—¿Otra u otro?
—Otra
—¿Y como sigue? ¿Te vas a ir a un hotel o te vas a arrastrar?
—Cuando termine la cerveza te digo
—Ja... te vas a arrastrar...
Después de la interrupción del cliente conflictuado levanto la vista buscando a mi hombre y lo encuentro recostado contra la pared que linda con la barra.
Algunos prefieren la ingenuidad, otros el desafío, yo prefiero los cazadores. Es interesante variar y dejarse atrapar de cuando en cuando. Es un juego mucho más sutil. Por supuesto que el poder de un escote bien usado es siempre determinante, pero es mucho más interesante generar esa mística sin tener necesidad de exhibir.
Lento, con miradas cortas, atraerlo, dejarlo que piense que está tomando la iniciativa, mostrando ese interés mínimo, necesario para que algo lo inquiete sin que note qué es. Algún mohín de incomodidad discreto y esperar. Hay que ejercitar la paciencia y para cuando la presa se da cuanta de la trampa ya no puede hacer nada más que admirar.—Malena, cantá tu tango —grita El Griego desde la mesa del fondo....”Malena canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón...” murmuro mientras desoigo la invitación.…Griego... barba gris-amarillento y dientes con nicotina de una vida que ya son parte de la decoración. Militante anacrónico y bebedor empedernido.
Su mesa es siempre el lugar de nacimiento de las teorías socio-políticas y las propuestas económicas más descabelladas que haya escuchado y su público, material de observación. Uno o dos temerarios que se atreven a oponerse a sus disertaciones metafísicas y un montón de caras que asienten con la boca abierta. Son lo más parecido a un balde de pesca lleno de piezas recién sacadas del agua. Miran de a un lado a otro. Sonríen cómplices con la palabra del Griego, aunque nunca abiertamente porque es claro que en realidad no tienen ni idea del tema sobre el que versa la conversación. Sé perfectamente que más de una vez a mezclado datos erróneos para probar la sapiencia de su auditorio. Personalmente no entiendo esa necesidad de auto-frustración.
Tampoco falta el ingenuo que lo confunde con un comunista. Entonces la charla se vuelve epopeya.Pero siempre llega el punto en el que El Griego se aburre. Entonces se levanta respetuosamente, aduce que a su edad hablar mucho da sed y viene a la barra a despotricar contra la sociedad y la educación.
Después del desahogo llega el mea culpa, y la falta de constancia en la militancia y el cambio de ideales y el aburguesamiento lento y persistente que lo depositó en el bar en aquellos tiempos y el “la puta, me volví intelectual de café”. Me pide la medida de ginebra de la decepción de cada noche y vuelve a la mesa que quedó igual de vacía que las conciencias de sus ex oyentes.Veo a mi hombre que se acerca y busco un quehacer que me sirva de excusa. Me pide un trago. Se queda sentado en la barra, y me mira, por momentos descarado y por momentos imperceptible. Yo sigo secando copas. De reojo lo veo revisar los bolsillos mientras el cigarrillo le cuelga de la boca. Sonrío con picardía.
—Si necesitas fuego tenés un encendedor ahí- digo, y señalo la columna de la punta de la barra. Me gusta mirar a los ojos. El movimiento fue exacto. El agradecimiento dice mucho más si se sabe leer entrelíneas.
El Griego dice que a la gente le sirven mis consejos porque yo no entiendo el amor. Y tal vez tenga razón. Tal vez tenga que ver con mi nombre, con la historia familiar, o quizás sea algo más simple y por eso más difícil de precisar.
Mi presa finalmente decide acercarse. Me pregunta a que hora termina mi turno y omito deliberadamente el hecho de que soy la dueña cuando contesto que no tengo un horario fijo.Son tan distintas las interpretaciones de un mismo cuadro... Es tan divertido escuchar lo que cada uno elige contar cuando el juego de la seducción queda al descubierto...

***

Otra rubia se ríe aparatosamente mientras sale colgada del brazo de un galán del que ni siquiera sabe el nombre.

—Mi whisky es excelente.

viernes, 1 de febrero de 2008

Y QUÉ NIRVANA...

Cuatro de la tarde. Tarde horrible. Pegajosa y humeante. Acabo de terminar el trámite para cambiarme de obra social. XXX resultó ser una cagada y finalmente me decidí a perder un par de horas entre papeles y burocracia.
Plena calle Corrientes. Mi cabeza y yo caminábamos absolutamente disociadas hasta que alguien me gritó un vení piba. Paré. Un par de dientes menos en una mueca que se decía sonrisa. La barba canosa y un lienzo negro donde se desparramaban un par de collares de hilo trenzado. Su frase inmediata fue “vos tenés aura de artista”.
Simpático personaje. Novelista improvisado, saca su cuaderno de entre las frazadas y me lo alarga. Su obra tiene una gama tan variada que incluye títulos como Ladrona del Nirvana o Madrugadas en la línea blanca. Descubro, efectivamente, las referencias autobiográficas que le plastifican los ojos.
Su letra es caótica y el cuaderno chorrea intemperie. Las palabras que usa parecen, a simple vista, demasiado grandes: todas amontonadas en delirios que no tienen calor suficiente para apartar el agosto con lluvia.
Tratando de no herir lo que queda de susceptibilidad en ciertas situaciones, dejo el cuaderno. Me pregunta nuevamente sobre mi actividad y decido sacar el anotador que llevo en la cartera. Lo agarra con cuidado. Los ojos le brillan un poco más. Parece contento. Lee con atención.

Tengo que irme y me retiene. Intenta ser seductor y me pregunta mi signo zodiacal. Los pseudo-artistas siempre terminamos hablando de signos. Es como si quisiéramos que la atemporalidad que encierran fuera capaz de borrar todas las demás temporalidades -que siempre se interponen-. Asegura que somos el uno para el otro. El tono de voz suena ridículamente respetuoso. O, por lo menos, no concuerda con el resto la imagen. Entonces la charla cambia de tópico y se centra en mis amores ficticios y sus amores frustrados.
Me levanto y se le nota el fastidio. Le grita a otro “vení verde, vení hermano”. Pero el chico prefiere no frenar. Él suelta un bufido. Creo que se aburre. Me saluda y el encuentro se cierra con un nos vemos que ninguno de los dos cree.
Hay algo especial en sentarse a compartir esa porción de realidad que uno ve y esquiva todos los días, cuando va de la casa pequeña al trabajo pequeño pero que no deja de ser una realidad ajena.
La puerta del Teatro San Martín va incluyendo a Carlos en su cartelera. Como una obra permanente, sin que siquiera él lo note. Es una mancha más en el paisaje urbano que el exceso de alumbrado público no alcanza a borrar.