Como otras noches Magalí sale de su casa y el aire de la ciudad la llena de una euforia por momentos insultante. Inspira. El viento del Este le marea el pelo y Magalí se expande debajo de su sobretodo. Exhala. Al farol del palier su piel de aceituna tiene un resplandor particular. El olor a mar lo acentúa. Mira a un lado y a otro, prende el cigarrillo y camina. Camina por un sin fin de calles siempre distintas y con distintos o ningún destino, como si el deambular por veredas de barrio desiertas - o por veredas desiertas de barrio - en la madrugada de Buenos Aires le indicara el rumbo de algo más que de sus pasos.
La telaraña del alumbrado público la envuelve y dobla. Y decide esperar el colectivo y se sienta en el zaguán de mármol y parece ir disolviéndose sobre el escalón. Y los ojos atentos. Y otro cigarrillo y el aburrimiento. Y se para y se recuesta en el cartel de la parada. Insondable. La espera se alarga pero a Magalí no le importa. Prefiere el invierno -detesta las horas quietas, saturadas de humedad de ciudad de puerto-. Y los pasos que vienen y van. Y alguna risa. Y media conversación de noche que se enajena.
De alguna manera siempre vuelve a la Av. Corrientes -desde Dorrego hasta Plaza de Mayo-. Los cafés, los teatros y la historia. Y Magali imagina los tranvías y los gritos de barrio bajo y el golpeteo de los cascos contra la tierra barrosa del arroyo, que se sabe bajo el asfalto. Cuadras y cuadras de baldosas iguales se arrastran bajo sus zapatos mientras los cuadros se proyectan como en súper-ocho. Y se ríe de nuevo entre los autos que pasan. Y se apoya en la pared y mira y de su ostracismo la saca la mano que se extiende con respeto y le pide un cigarrillo. Y la distancia que existe entre ellos se rompe sin quebrarse. Y entonces la mano le agradece y le cuenta algo, solamente porque Magali está allí, de pie y sin ningún apuro aparente. Y siempre de fondo la fila de carros llenos de cartón esperando la llegada del último tren. Y las patrullas policiales dan vueltas a la manzana y la gente se cruza de una vereda a otra. Pero no ella. Ella se inmoviliza en una nueva parada y los escucha desde su transparencia. Y es que Magali anda de muchas maneras, pero tiene la capacidad de volverse invisible al resto de los pobladores de la noche porteña. Y finalmente el ruido de los tacos que se encajona y resuena entre los edificios la va alejando, hasta adentrarse en un nuevo destino. Y el viento sopla desde la izquierda y hacia allí la empujan sus pasos felinos, por la senda peatonal, como una sombra aullándole al semáforo mientras mechones de pelo negro le asaltan la cara. La ciudad empieza a tapizarse de gente. Y Magali bosteza desayunando esquinas. Como la marea.
La telaraña del alumbrado público la envuelve y dobla. Y decide esperar el colectivo y se sienta en el zaguán de mármol y parece ir disolviéndose sobre el escalón. Y los ojos atentos. Y otro cigarrillo y el aburrimiento. Y se para y se recuesta en el cartel de la parada. Insondable. La espera se alarga pero a Magalí no le importa. Prefiere el invierno -detesta las horas quietas, saturadas de humedad de ciudad de puerto-. Y los pasos que vienen y van. Y alguna risa. Y media conversación de noche que se enajena.
De alguna manera siempre vuelve a la Av. Corrientes -desde Dorrego hasta Plaza de Mayo-. Los cafés, los teatros y la historia. Y Magali imagina los tranvías y los gritos de barrio bajo y el golpeteo de los cascos contra la tierra barrosa del arroyo, que se sabe bajo el asfalto. Cuadras y cuadras de baldosas iguales se arrastran bajo sus zapatos mientras los cuadros se proyectan como en súper-ocho. Y se ríe de nuevo entre los autos que pasan. Y se apoya en la pared y mira y de su ostracismo la saca la mano que se extiende con respeto y le pide un cigarrillo. Y la distancia que existe entre ellos se rompe sin quebrarse. Y entonces la mano le agradece y le cuenta algo, solamente porque Magali está allí, de pie y sin ningún apuro aparente. Y siempre de fondo la fila de carros llenos de cartón esperando la llegada del último tren. Y las patrullas policiales dan vueltas a la manzana y la gente se cruza de una vereda a otra. Pero no ella. Ella se inmoviliza en una nueva parada y los escucha desde su transparencia. Y es que Magali anda de muchas maneras, pero tiene la capacidad de volverse invisible al resto de los pobladores de la noche porteña. Y finalmente el ruido de los tacos que se encajona y resuena entre los edificios la va alejando, hasta adentrarse en un nuevo destino. Y el viento sopla desde la izquierda y hacia allí la empujan sus pasos felinos, por la senda peatonal, como una sombra aullándole al semáforo mientras mechones de pelo negro le asaltan la cara. La ciudad empieza a tapizarse de gente. Y Magali bosteza desayunando esquinas. Como la marea.