viernes, 1 de febrero de 2008

Y QUÉ NIRVANA...

Cuatro de la tarde. Tarde horrible. Pegajosa y humeante. Acabo de terminar el trámite para cambiarme de obra social. XXX resultó ser una cagada y finalmente me decidí a perder un par de horas entre papeles y burocracia.
Plena calle Corrientes. Mi cabeza y yo caminábamos absolutamente disociadas hasta que alguien me gritó un vení piba. Paré. Un par de dientes menos en una mueca que se decía sonrisa. La barba canosa y un lienzo negro donde se desparramaban un par de collares de hilo trenzado. Su frase inmediata fue “vos tenés aura de artista”.
Simpático personaje. Novelista improvisado, saca su cuaderno de entre las frazadas y me lo alarga. Su obra tiene una gama tan variada que incluye títulos como Ladrona del Nirvana o Madrugadas en la línea blanca. Descubro, efectivamente, las referencias autobiográficas que le plastifican los ojos.
Su letra es caótica y el cuaderno chorrea intemperie. Las palabras que usa parecen, a simple vista, demasiado grandes: todas amontonadas en delirios que no tienen calor suficiente para apartar el agosto con lluvia.
Tratando de no herir lo que queda de susceptibilidad en ciertas situaciones, dejo el cuaderno. Me pregunta nuevamente sobre mi actividad y decido sacar el anotador que llevo en la cartera. Lo agarra con cuidado. Los ojos le brillan un poco más. Parece contento. Lee con atención.

Tengo que irme y me retiene. Intenta ser seductor y me pregunta mi signo zodiacal. Los pseudo-artistas siempre terminamos hablando de signos. Es como si quisiéramos que la atemporalidad que encierran fuera capaz de borrar todas las demás temporalidades -que siempre se interponen-. Asegura que somos el uno para el otro. El tono de voz suena ridículamente respetuoso. O, por lo menos, no concuerda con el resto la imagen. Entonces la charla cambia de tópico y se centra en mis amores ficticios y sus amores frustrados.
Me levanto y se le nota el fastidio. Le grita a otro “vení verde, vení hermano”. Pero el chico prefiere no frenar. Él suelta un bufido. Creo que se aburre. Me saluda y el encuentro se cierra con un nos vemos que ninguno de los dos cree.
Hay algo especial en sentarse a compartir esa porción de realidad que uno ve y esquiva todos los días, cuando va de la casa pequeña al trabajo pequeño pero que no deja de ser una realidad ajena.
La puerta del Teatro San Martín va incluyendo a Carlos en su cartelera. Como una obra permanente, sin que siquiera él lo note. Es una mancha más en el paisaje urbano que el exceso de alumbrado público no alcanza a borrar.

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