La luz entraba perpendicular: se colaba por la ventana del departamento y refractaba en la heladera; el mate ya estaba lavado y frío y la mesa sostenía los codos que a su vez sostenían la cabeza. Las cosas empezaban a diluirse, harto de la compañía del microondas que nunca contestó las dudas existenciales.
Desde la loma del cementerio se podía ver todo el valle. Arriba los cóndores planeaban y el sol estaba fuerte a pesar de estar cayendo.
Se sentó frente a la iglesia en uno de los bancos de la plaza.
Vio cómo subía, cómo se acercaba con el pelo atado y la risa al aire: fue el primer encuentro. El viento cambió.
La campana lo arrastró a la avenida Saenz y al peugeot destartalado de la puerta. Se levantó del banco, miró de reojo los rostros, y nos alejamos.
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