jueves, 6 de enero de 2011

EL 38

Nunca en 38 años tuvo un solo percance. Si tal vez algunos imprevistos que siempre se resolvieron a su favor. Era un tipo sencillo, trabajador, con una vida que podría considerarse normal exceptuando el ínfimo detalle de su suerte. Nunca había perdido un colectivo, ni se le había roto un auto en una avenida. Jamás había quedado atrapado entre los manifestantes de la Plaza de Mayo, ni entre los de la Plaza del Congreso. Ningún taxista le cobró de más en toda su existencia y su jefe le regalaba dinero para sus vacaciones. Vivía solo. Tenía la misma casa en la que había crecido. Un caserón de dos plantas de estilo inglés en el centro de un laberinto de glorietas, parras y árboles frutales. Pertenecía a sus padres, pero ellos hacía tiempo que se habían mudado a un hogar de retiro, por voluntad propia. Rara vez se inmiscuían en la vida de si hijo.

La excesiva buena suerte de Rubén era motivo de admiración y comentarios en todos los círculos que frecuentaba.

Lo cierto es que él se levantaba todas las mañanas a las 7.00 hs. ya que su despertador jamás fallaba y caminaba por su Adrogue natal para tomar el tren a Constitución. El tren de las ocho es famoso por los codos que se cuelan entre las costillas pero él viajaba cómodamente sentado a pesar de haber subido último al vagón. Hecho que se repetía día tras día. Mientras, leía el diario. El espectáculo era el mismo en el colectivo, media hora más tarde, hasta el momento de bajar cerca del Congreso. La oficina estaba ubicada en la calle Matheu.

Allí, a controlar números durante 9 horas, de lunes a viernes y con una hora de almuerzo, en lo que antiguamente era el comedor de un departamento de dos ambientes, se sentaba Rubén.

Pero la suerte de Rubén iba más allá de los detalles pintorescos del día a día. No había un solo proyecto que no hubiera llevado a cabo y como nunca se había enamorado su suerte en el amor era, en principio, igual que en todo lo demás. Si bien no tenía ese tipo de belleza tradicional las mujeres se le caían de los bolsillos. Y lo que lo volvía aún más irritante era su humor. Su perpetuo y meloso buen humor. Los que llegaban a conocerlo mejor y sabían de su extraña condición aceptaban que era ridículo pretender que se enojara por alguna situación engorrosa porque esta simplemente nunca se presentaba.

De cualquier forma, en el fondo de sus pensamientos de ciudadano común todos coincidían en algo. Era de esperarse que esta sincronización entre la buena suerte y la ubicación de Rubén en el tiempo y en el espacio concluyera.

Era un martes y el reloj no sonó. Rubén saltó de la cama y se metió en la ducha. El calefón se había apagado. Tuvo que bajar las escaleras de roble empapado de pies a cabeza y medio muerto de frío para prenderlo. Se metió de nuevo bajo el agua y puteó por primera vez en su vida desde el fondo del alma. Bajó nuevamente a graduar la temperatura del artefacto, que había quedado al máximo.

Llegó a la estación a tiempo porque evitó desayunar, pero no le sirvió de nada ya que el servicio estaba demorado por una protesta de los empleados ferroviarios que reclamaban el pago de haberes atrasados. Ni siquiera pudo comprar el diario porque el resto de la gente que esperaba había llegado antes.

Las paradas de colectivo se volvieron inaccesibles en el mediano plazo por lo que Rubén se resignó a perder la mañana esperando que llegara su turno de subir o que se reestableciera el servicio de trenes. Quiso llamar al trabajo para avisar, pero su teléfono estaba sin batería.

Finalmente llegó a Capital, que por ese momento ardía en bocinazos. Fue entonces cuando se enteró de las tres manifestaciones que conmocionaban el centro y microcentro de la ciudad, y a las que detestó escasos tres minutos después de haberlas padecido personalmente. Después de sortear las pancartas, las contra-pancartas y los vallados policiales, es decir bien pasado el mediodía, cuando ya había llegado a la puerta de su oficina y se imaginaba una taza de café humeante cayó en la cuenta de que había olvidado las llaves en el otro pantalón.

El tiempo pasaba. Rubén había decidido esperar en un bar la llegada de su compañero que, era de suponer, se había encontrado con los mismos obstáculos que él. Su buen humor aún después del trastorno del viaje, parecía inalterable. Incluso después de que el señor que estaba a su lado prendiera un habano que impedía cualquier intento de respirar.

Un rato después veía a su colega doblar la esquina con el saco en la mano, la corbata torcida y evidentes signos de hartazgo. Luego del intercambio de opiniones acerca de los acontecimientos del día entraron ambos a la oficina y se dispusieron a trabajar. No hubo incidentes extraños durante el resto de la tarde.

La protesta ferroviaria seguía por lo que Rubén se encaminó directamente a tomar el colectivo. La cola y luego la combinación con la línea siguiente fueron un caos y se dijo a sí mismo que ni siquiera una suerte como la suya podía sortear el escollo que implicaba la falta de medios y el exceso de pasajeros. Llegó a su casa agotado, odiando todo lo concerniente a los medios de transporte público y sacando cuentas mentales para saber cual sería el costo de tener un auto propio. Recordó con fastidio que tenía que preparar la cena. Se fue a dormir sin comer.

El día siguiente no fue mejor. Ni el siguiente. Ni esa semana.

Lentamente el humor de Rubén se vio afectado, aunque sin llegar a extrapolarse. Ya no sonreía en forma permanente ni intentaba ver el lado positivo de los acontecimientos. Más bien comenzaba a odiar la idea de ser un hombre silvestre. Sus ojeras se volvieron significativas y una mañana, frente al espejo descubrió que le había salido su primera cana. Para cualquier hombre de treinta y siete años una cana más o una menos no hace diferencia, pero tanto el padre como la madre de Rubén podían presumir de haberse jubilado sin ninguna.

Ese viernes cenábamos juntos. Habíamos hablado de un restorán en la calle Defensa que estaba ampliamente recomendado por todos los que frecuentaban San Telmo. El vino de la casa era barato y aceptable y la parrilla era decididamente buena. De cualquier manera no logré averiguarlo esa noche sino uno meses después, cuando fui acompañado de una señorita, pero esta es una historia que no viene al caso ahora.

Rubén y yo nos conocíamos desde la infancia. Habíamos ido juntos al colegio y debo decir que probablemente jamás me hubiera recibido de no haber sido por él. Teníamos una catarata inagotable de anécdotas que crecía cada fin de semana.

Yo me había divorciado poco tiempo antes y en esos días me mudé a su casa y nos dedicamos a rememorar viejas historias a fuerza de asado y cualquier bebida que cumpliera con los requisitos. Finalmente, después de un par de quincenas, antes de que todo el asunto empezara, me alquilé un departamento en Once.

Estaba sentado en la mesa junto a la ventana, tomando una copa del vino y esperando que Rubén apareciera para poder pedir la comida de una buena vez cuando sonó mi celular.

—Soy yo. Necesito que te vengas para la comisaría XX. ¿Tenés para anotar la dirección? Te la paso.

Anoté sin entender nada en la servilleta de papel con la que me había limpiado la boca antes de hablar.

—De paso hacéme el favor de llamarlo a Martín Vieytes y decirle que se venga que necesito un abogado. Te explico cuando llegues. Tengo que cortar. Un abrazo.

Pagué, o dejé la plata del vino en la mesa, para ser más exactos y salí a tomarme el primer taxi que encontrara, que como es normal tardó mucho más de lo apropiado para semejante contexto.

El sector de las celdas estaba alejado de la sala en la que tuve que esperar. Vieytes me había llamado para avisarme que estaba en la esquina hacía más de 15 minutos y seguía sin aparecer. Finalmente tuve que acceder a que llamaran a un abogado de oficio. Bastante tiempo y una considerable cantidad de dinero después, Rubén salía en libertad condicional.

—Qué raro Vieytes... — fue todo lo que dijo en los cuarenta minutos de viaje.

Yo preferí esperar para preguntar.

Cuando llegamos al caserón nos encontramos con que no había luz. Ni se inmutó. Simplemente empezó explicarme toda su semana en un tono monocorde y maquinal que debo reconocer me asustó un poco. Más aún en la oscuridad de una casa ya de por sí oscura.

Me tranquilicé cuando prendió las velas y puso a hervir el agua. El se hizo un té de tilo y a mí me sirvió un café.

—Resulta que ahora soy entregador de un robo millonario... ¿no es gracioso? — se despachó después del primer sorbo. No pude menos que atragantarme hasta toser.

—¿Qué? ¿Me estás jodiendo? Yo pensé que había sido algún accidente o un cliente descontento o algo así... Pero esto... ¡es ridículo!

—Viste lo caprichosa que es la suerte ¿no? Robaron al lado del estudio. Parece que entraron por mi oficina, rompieron la pared y se llevaron todo. Y el único que tiene llave de ahí soy yo. La puerta no estaba violentada. Y no tengo coartada.

No pude decir nada. Nos quedamos un rato en silencio. Terminamos nuestras infusiones y nos fuimos a dormir.

La habitación para visitas estaba al lado de la de Rubén y como me era imposible conciliar el sueño me quedé mirando el techo, lo que en la oscuridad es una mera forma de decir. Cada tanto escuchaba el ruido de un cuerpo que se retorcía entre las sábanas del otro lado de la pared.

Ya era de madrugada cuando empecé a sentir que el colchón me tragaba y que no podía oponer resistencia. Mis pensamientos empezaban a divagar cuando escuché los golpes en la puerta. Al principio formaban parte de un sueño que no recuerdo con claridad, pero luego terminaron por despertarme. Eso y los gritos por megáfono.

Era la policía. Tan ingenuo como sólo puede serse recién levantado pensé que venían a avisar que todo había sido una confusión. Pero no. Tuve que sentarme. Vieytes había aparecido muerto en Puerto Madero hacía escasas dos horas y los últimos teléfonos que estaban registrados en su celular eran los nuestros. Nos subieron al móvil policial esposados.

La cara de Rubén en ese momento era inclasificable. La palidez era notoria, el ceño estaba fruncido, pero lo que más me impresionó fue la mirada. Me dio la sensación de que se estaba dando por vencido en ese asiento sucio de patrullero.

Tardamos escasos diez minutos en llegar a la comisaría. Nos bajaron del auto un poco a los empujones y otro poco también y entramos a una sala iluminada por una bombita que colgaba del cable en el centro exacto del techo. No tenía ventanas y tenía un olor insoportable a encierro. Si me hubiesen dejado ahí más de un par de horas hubiera terminado por confesar que, además de matarlo, a Vieytes me lo había comido. La opresión, la falta de sonidos más allá del tip tip de la máquina de escribir. Terminé desarrollando tal fobia a esas máquinas que no puedo escuchar el tipeo sin transpirar frío. Existiendo las computadoras creo que su única razón de ser era la enfermedad de quien tomaba la declaración. Porque el turro lo disfrutaba. Sonreía mientra a mi me caían gotas de transpiración por la frente tratando de hacerle entender que no podía decir nada del “oksiso” porque nunca me había atendido el teléfono.

Me tuvieron dos horas sentado mientras me preguntaban más y más cosas sobre el día y la noche que para ese entonces ya se había acabado del todo. Recuerdo que después de eso me llevaron a una celda que encajaba con la descripción básica de una celda de comisaría y me dejaron ahí.

Rubén apareció varias horas después con claros signos de haber sido golpeado. Le pedí al guardia unas gasas pero siguió con su paseo por el pasillo.

Parecía resignado, cosa que me preocupó bastante. Quise darle ánimos diciéndole que no había forma de inculparnos pero después de decirlo recordé que él había salido de una comisaría pocas horas antes así que no agregué nada más. Después de algunos minutos de silencio me pidió que le explicara que había dicho en mi declaración y me di cuenta de que se quedaba pensando en algunas cosas en particular.

Ya quería bañarme y afeitarme. Mi aventura empezaba a durar demasiado. El cansancio me venció y me dormí en eso que llaman camastro, aunque yo más bien recuerdo un asiento duro. Cuando me desperté unas horas después me di cuenta. Rubén había desaparecido.

Dos horas más tarde un guardia se acercó y amablemente me invitó a seguirlo. El Comisario me esperaba.

Me sacaron las esposas, me ofrecieron café y me invitaron a sentarme con una cordialidad dudosa. El hombre que estaba delante mío tenía más cara de funebrero que de comisario y me miraba mientras fruncía los labios o de a ratos el entrecejo. Por fin habló.

Rubén había confesado y su confesión me dejaba libre. Me devolvieron mis pertenencias y me pidieron disculpas por la confusión. Por alguna razón les agradecí, aunque me reproché ese gesto durante mucho tiempo, unas vez que llegué a mi casa.

Antes de salir le pedí a un cabo que me dijera algo de mi amigo. Aparentemente había sido trasladado y estaba incomunicado hasta nuevo aviso.

Me puse el saco y sentí algo extraño en el bolsillo interno. Esperé a estar a un par de cuadras y lo saqué del bolsillo. Era una nota de Rubén. Nunca pude descubrir como ni en que momento la puso ahí pero no podía abrirla y leerla allí así que frené un taxi y tomé distancia de la situación. Llegue a mi casa media hora más tarde. Entre otras cosas el viaje me había recordado que nunca había llegado a cenar, así que me preparé algo para picar y me senté a leer.

No tiene sentido explicar la cantidad de detalles que Rubén daba en esa carta pero lo cierto es que a pesar de ser una absoluta locura, la idea de que realmente pudieran esperarle otros 37 años de una suerte diametralmente opuesta a la que había tenido me parecía tan verosímil que no pude más que adoptarla en el mismo momento en que terminé de leer.

No recuerdo cuanto tiempo pasó sin ninguna noticia del penal, pero recuerdo la mañana en que llegó la carta. Parecía que Rubén había recuperado su buen humor eterno. Después de algunos chistes sobre la comida y sobre sus compañeros de habitación, como los llamaba, me invitaba a visitarlo el siguiente domingo, el día de su cumpleaños. Era una costumbre que me avisara porque las fechas nunca fueron mi fuerte.

Sentado en mi sillón, al sol de la mañana y con el café humeante en la mano todo parecía más agradable, y recibí las noticias con la alegría de quien recibe la postal de viaje de un amigo vagabundo. Incluso la frase dedicada a su suerte me pareció divertida “...no voy a vencerla, pero tampoco voy a ser su juguete. Espero poder agarrarla distraída...”.

Todavía tenía la sonrisa amplia y relajada cuando sonó el timbre. Dejé la carta sobre la mesa ratona, me puse las pantuflas y abrí con total desparpajo la puerta.

Parado frente a mí había un oficial de la policía Federal.

De golpe me encontré insultándome mentalmente por no haber preguntado quien era. Mi cara debe haberse desfigurado porque el hombre me preguntó si quería que me ayudara a sentarme. Para ser franco yo estaba aterrado. La sola idea de tener que volver a prestar declaración frente a esa máquina de escribir taladrante me daban ganas de vomitar. Quería correr y salir de ahí cuanto antes pero era obvio que la posibilidad de escapar era nula, así que opté por preguntarle al tipo el motivo de su irrupción en mi mañana perfecta.

Como toda respuesta me llamó por mi nombre mi nombre y cuando confirmé mi identidad con un movimiento de cabeza me preguntó si conocía a Rubén Ayala, a lo que también asentí. A esta altura ya estaba seguro de que todo el asunto de la suerte no había terminado y que yo iba a ser una victima más de las circunstancias, al igual que mi amigo. Es sabido que en este país la justicia la imparte Luis, el Rey de los Orangutanes.

Estaba estirando los brazos para facilitarle al cristiano su trabajo cuando me soltó la noticia.

Boqueé. Aunque no sirvió de nada porque el aire seguía sin entrar en los pulmones. Agarré al policía de la pechera y lo sacudí al grito de “¿Está seguro?”, pero él estaba bien seguro y sacó el papel que lo certificaba.

Rubén había muerto. Lo afirmaban un médico forense y tres testigos presenciales. Se había atragantado con un hueso de pollo el día anterior y se había asfixiado.

Tuve que sentarme y en ese momento vi por primera vez la fecha de la carta. Algo tuvo que retenerla porque tenía más de una semana de escrita.

La muy hija de puta de su suerte se la ganó de mano.

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